César Delgado |
ACERCAMIENTO A LA CRÓNICA
La
oscurana del año 12.
En
la actualidad, nuestra sociedad nos enseña a medir todo, nos cuentan, nos
pesan, nos miden, nos multiplican o dividen dependiendo del caso. Los números
forman parte esencial de nuestros días, y por su puesto de nuestras noches. Una
y otra vez vemos girar aquellas agujas que nos anuncian exactamente cuánto nos
queda por vivir. Es el lenguaje métrico que nos explica desde el sentido de la
vida hasta la ruta de la hormiga más negra y veloz. Es el todo medible en un
mundo donde lo que esta fuera de ese sistema simplemente no existe. Sin
embargo, aún encontramos anécdotas que los números no pueden abordar ni
transformar, donde los números quedan inmóviles, sin efecto.
Comenzaba
la segunda década del siglo pasado, el buen Rosalino, de muchacho salía como
todos los días, bien temprano a las labores del campo, a la faena
correspondiente de la Venezuela rural de la época. Sin reloj, sin metro, sin
calculadora y con la voluntad de hierro para afrontar la jornada que habría de
construir el milagro de la cosecha, el milagro del alimento indispensable para
el hogar. Rosalino salió con la sabiduría del campesino trabajador que conoce a
la madre tierra y sus bondades, que conoce el buen tiempo, la buena tierra y
los animales.
Abril,
siempre colorido, tuvo en 1912 un día muy particular. Según los que miden todo,
explican que por los movimientos de rotación y traslación del planeta, las
distintas coincidencias en la ubicación espacial, y demás elementos geográficos,
se manifestó un evento al que denominan eclipse solar. Los registros muestran
como en ciertas ciudades principales del mundo se prepararon para observar y
disfrutar tal suceso. Pero, y ¿qué ocurrió en la tierra del buen Rosalino? El
sol se ha apagado, la oscurana tomó aquel lugar del campo trujillano antes de
tiempo, los animales se guardaron y un silencio ocupó toda la montaña. No era
cuestión de sumar o restar para entender que se hizo de noche mucho más rápido,
el mismo lenguaje de la madre tierra se lo explicó, los animales en su huida
rápida y repentina le advertían que era el momento de resguardarse.
Pasaron
los años, luego que las comunicaciones fueron escalando posición en la vida del
campo, muchos trataron de advertirle lo ocurrido, razonando con números en
mano, aquel evento; más sin embargo, el buen Rosalino, solo entiende que una
gran oscurana lo cubrió de muchacho camino a su casa, que algo nunca visto
sucedió aquel día y que no hay explicación posible más que uno tiene que andar
en todo momento con dios y la virgen para que lo lleve con aliento a su casa.
Aún
hay una parte de la vida en la que los números sobran, donde no tienen cabida,
donde sólo la experiencia vivida y sus sensaciones son las que te indican que
la vida es mucho más que una cuenta por concluir y que cada vez que la mide, lo
que hace es restar. Vivir para vivir y no para sumar. Vivir, como Rosalino,
para sentir, Rosalino vivió muchos años más, sembrando y cosechando, también relatando su oscurana.
Me gusta esa idea de recrear la crónica y de insistir en un relato franco, por lo pronto. En primer lugar porque es en el relato, en su práctica diaria y creativa, donde verdaderamente se forja el lenguaje personal. Tienes que hacer muchas historias, de manera que el camino es largo y las sorpresas te pueden atrapar. Pero admite la medida como un código que acerca a la sistematización de las cosas, entre otras cosas, porque los relatos más hermosos que tiene la humanidad (la Biblia es el mejor ejemplo) han sido siempre objeto de razón y cálculo. La clave está en hallar los pasadizos que comunican el alma con la razón. Un abrazo!
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